miércoles, 2 de julio de 2014

Creo que siempre he querido una madre. Y en este momento, no sólo la quiero, la necesito. Necesito alguien que me aconseje, que me quiera, que me aguante, que me pregunte ¿cómo estás, hija? con verdadero interés y no sólo por cumplir las formalidades. Necesito que alguien me explique lo de las fonasas, que me cuente sobre cómo cambió su vida al cumplir su mayoría de edad, cuál fue su primer trabajo. Necesito que alguien tenga ganas de abrazarme en la noche sólo porque llegué bien a la casa.

Estoy casi segura de que ya no tengo miedo de reconocer que le tengo un resentimiento terrible a mi madre. Desde muy niña lo sospeché, pero siempre estuve esperando con paciencia (a veces con pánico) que ella finalmente demostrara que en realidad sí me adora, sí tiene ganas de cuidarme, si me quiere enseñar cosas y está impaciente por verme crecer y ser una mujer madura. Pero lo único que consigo es la misma indiferencia, el mismo cansancio, el mismo hastío de siempre.

Hoy ya me cansé. Y decidí que no estoy para el hueveo de nadie, lo estuve por diecisiete años pero ya me aburrí. Viviré mi vida. Ayudaré en lo que pueda mientras viva en esta casa, pero... no sé. Pero nada, nada más. Incluso Pedro me cae mejor. Mejor que ella.

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